martes, 6 de enero de 2009

Cancerbera

Algunos días, nosotras morimos.

Nos acostamos aquí, en la única cama que usamos ambas,
nos sacamos la piel, nos despellejamos como serpientes,
nos arrancamos los verdes ojos y los dejamos flotando
en un agua diáfana y transparente,
con los insectos y las rosas.

Esperamos la muerte conteniendo la respiración,
sudando jugos olorosos,
soñando, en ocasiones,
con astronautas dulces que caen en nuestra casa,
como un pétalo macho, de la especie de los comestibles,
para asentarse en nuestras sienes,
en nuestros pechos,
en los húmedos clítoris suaves como mariposas.
Entonces nos permitimos enlazar los dedos,
jugar un rato a resucitar entre una mordedura y otra,
leernos la poesía de los elefantes que pastan.

Pero tras el juego, sabemos que algo desnudo viene a morirnos,
algo bravo y grande como la soledad,
que es una hogaza de pan desmigándose en el agua,
y recordamos con mucha tristeza todo lo bueno que tuvo la vida:
la pronunciación musical de los extranjeros,
los perros amaestrados,
los carteles luminosos de los prostíbulos,
las lechuzas tibias y la noche, todo eso
que es tierno y efímero.

Nos matamos de a dos, siempre,
esto que somos, el cancerbero hembra,
nos matamos por todas nuestras lenguas,
por todas nuestras cabezas que gimen en la gruta,
con una sincronización que a veces
se parece tanto a la hermosura.

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