domingo, 8 de agosto de 2010

Diario de viaje día 61-Martín Araujo

Hay un momento del viaje en que se acaba el viaje. O que, mejor dicho, muta y se hace otro, porque en verdad el viaje nunca acaba. Lo podemos ver en la última peli de Nolan, lo podemos pensar con el Cortázar más almibarado y también en el bellísimo Matadero 5 de Vonnegut. El viaje es como el ritmo.
Pero hay un momento en el que el viaje se encausa, se entronca, derrapa. Es la amenaza del cese, del enraizado, del cachado.
La fijeza es una respuesta del cuerpo, como un virus. Una defensa, una reacción, un anticuerpo. La consunción del sistema inmunitario, la vaccin del viajante.
De repente, un lugar confortable. Un oasis o la impresión de un oasis. Espejismo. ¿Espejismo? Nada se sabe de si es un sueño en el sueño. O cuando deja de ser sueño. O si hubo alguna vez sueño.
Reglas de mercado claras. Cuotas y tarjetas crediticias. Autos accesibles. Transporte público en horario. Urbanización eficiente. Empleos customizados. Cerveza barata.
Un día despertás y ves que en el espejo no hay nada. Una bolsa de arena o peor, arena suelta, remolino. El café pasa de largo y sos arena húmeda y oscura, saco roto. Bajas hasta la piscina, dejas el apartamento a oscuras, la alberca, ves que sobre la rufa sube el sol, sube y sube, hasta que desaparece. Pareces uno de esos personajes chilos a los que le crecen globos por manos. Globos rojos de gas comprimido, estáticos.
Es la inflexión, la coda del viaje. Escuchás que te habla el cactus, oh San Pedro gigante, luz de la reflexión, devuélveme el camino. Y el camino se abre así a tus pies, ancho y deforme.
Y te vas pateando feliz sin saber que en el taco de la bota llevás pegada una copia de la Ley de Arizona. Y un wanted con tu imagen, la foto en traje de taekwondo, a tus ocho años.

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