A pesar de los ruidos del taller clandestino que teníamos al lado, y del olor profundo a grasa rancia, de a ratos podíamos concentrarnos en la música. Coincidíamos con Ginetta y el Mancha en algo atípico que, a la vez, no podía escapar a la consideración general de cualquier melómano. Salvatore Licitra interpretaba Je crois entendre encore no como compenetrado por la situación dramática, sino como si la voz pudiera caminar por encima de la escena tocándola en puntos arraigados a la historia, pero sólo sutilmente, y de a ratos, sin desplomarse ni venirse como otros tenores que se desbarrancan y lamentan como poseídos. Nos gustaba coincidir en algo tan trivial, pero que a la vez iba afirmando nuestra pertenencia al grupo, hecho de comuniones tan específicas y por lo mismo, radicales.
Esa tarde, Ginetta estaba en medio de no sé qué desgarro sentimental, de manera que obviamos a Piazzola, a Leonard Cohen, a B. B. King, y nos concentramos en un disco de música celta que en muchos sentidos no decía nada, y más tarde en unos candombes, regalo de Guillermo, que no podían, pese a su airecito triste y dulzón, provocar una crisis de llanto. Así que sacamos el mate afuera hasta que se nos viniera la noche, porque entonces las cucarachas que brotaban del excusado no nos dejaban andar descalzos, y nos mordían los pies, más por curiosidad que por hambre.
Así estábamos, y eran las siete o quizá un poco más de esa hora, porque el sol bajaba despacio, cuando el Mancha aguzó el oído como un perro, miró para el lado de la calle y dijo hay quilombo. El ruido venía del lado sur, cerca del sindicato, pero por la forma en que crecía, ninguno de nosotros dudaba en que llegaría pronto a la casa y corrimos hacia el pasillo que comunica el patio con el exterior. Lo que vimos estaba a medio camino de todo. De las ganas de gritar y de la felicidad. Del miedo, la incertidumbre, y la risa histérica. Pero algo se acercaba más y de manera peligrosa: el absurdo. Un grupo de gente perseguía, por el medio de la calle, a un viejo que cargaba una carretilla con un tigre. En todo parecido a él mismo en particular; en general, a su especie. En perfecto estado de adultez y ferocidad, sólo que con las dos patas rotas y la tibia encía manchada con un poco de sangre. El viejo de la carretilla se detuvo al frente de la casa y, agitado, contó algo que involucraba un camión Dodge, un conductor ebrio o alucinado no se sabía bien si por el alcohol o el tigre parado en medio de la ruta, o todo eso junto. Y después el golpe. Le dije, sin dudar, yo tengo un patio grande, pase.
Lo descargamos abajo del nogal, al lado de lo que fue la jaula de las torcaces y un olor a vuelo debía quedar aún, porque el tigre rastreaba el aire. Ginetta le llenó la palangana roja con agua y se la llevó cerca de la boca. El tigre respondió no con indiferencia, si no con actitud de bestia acorralada y unos gemidos que cualquiera hubiera podido creer que eran de dolor, pero que nosotros sabíamos estaban motivados en un odio mal contenido. Eran las doce de la noche cuando conseguí que se fuera el último hombre del grupo, sudado y aún con brotes repentinos de asombro, que lo hacían repetir cada vez el encuentro con el tigre, y golpear la mesa con la palma abierta y decir así es, qué bárbaro, y escarbarse el matorral de pelos en el pecho, y mirar al patio con aire ausente y decir de nuevo así es, increíble, hasta que vio que era casi medianoche en el reloj de la cocina y que nada podía revertir lo inevitable, que era irse a dormir. El Mancha me miraba con las manos en los bolsillos como diciendo me quedo, pero algo definitivo habrá visto en mí porque cuando le dije que duermas bien, me contestó que vos también, cerrá la ventana del comedor, y se fue despacio, queriendo no irse.
Al día siguiente comenzó la llovizna. Era un agua pequeña y tenaz que duró una semana y media, y que si bien no ablandó el odio del tigre, al menos aplacó su apariencia. Gemía despacio, y evadía los ojos cada vez que, con el pretexto de llevarle comida, aparecíamos cerca de él, tratando de tocarlo. La garúa había depositado sobre su pelaje una densa capa de humedad, pero a veces, cuando por descuido o por aliviar el dolor se frotaba contra el árbol, la pelusa de agua desaparecía y las manchas y los colores aparecían fieles, fortísimos. A su alrededor iba inaugurándose un osario. Gómez, el carnicero, venía cada mañana en una Ford f 100 blanca, y descargaba dos o tres cabezas de vaca, aún con los belfos húmedos y los ojos intactos que tenían en la hora de la muerte. Pasaba por la puerta principal, seguía por el pasillo largo, doblaba hacia la derecha, por la cocina. Descendía un escalón, bajaba al patio. Avanzaba treinta metros y tiraba la cabeza cerca del tigre. Volvía. Descargaba otra cabeza. Casi siempre traía las botas llenas de barro y de gramilla. Casi siempre las cabezas perdían sangre, pequeños coagulitos de un bordó espeso, hilos de baba que después tenía que quitar con agua jabonosa. Había que devolverle a la casa un orden de limpieza y seguridad que cada vez se iba haciendo más frágil, menos evidente. Además estaba lo otro, y era que los vecinos empezaron a mirar la casa con un extrañamiento contenido al principio, después con una curiosidad franca y sin ambages, y al final con un poco de asco. Yo les decía buen día, ¿cómo le va? mientras sacaba a la calle el agua con detergente y sangre, y eso sólo bastaba para que bajaran la mirada y cambiaran de vereda. Entonces me quedaba viendo la espuma rosa bajar por los escalones, mezclándose con las hojas, los papeles de helado, las mil porquerías que iban acumulándose al frente de la casa, entre las losetas, y que no podía controlar. Gómez se quedaba parado con un cigarrillo en la boca viéndome baldear y yo le preguntaba si ¿estarán locos, estos? El carnicero me devolvía la mirada como si le hubiera hecho una pregunta obscena, el cigarrillo ladeado, la mano izquierda apoyada en la camioneta a modo de sostén y me contestaba es que no es fácil, ¿sabe? Usted porque…bueno, quiero decir, se acostumbra rápido a esas cosas. Esa frase me hacía ruido. ¿Qué eran esas cosas? ¿Y porqué todo ese rodeo, ese misterio para hablarme? Todos parecían estar al tanto de algo que a mí se me escapaba. Hasta Gómez, con esa cachaza, se daba aires de haber entendido.
En ese tiempo, el tránsito se había hecho molesto. O quizá sucedía que, por contraste a la vida íntima de la casa, el exterior con sus sonidos, con su propia vida de autos, y de chicos gritando al salir de la escuela, y de vendedores de pescado congelado, iba haciéndose lejana como un recuerdo, como la memoria de algo. Como el sueño de algo. Porque nos encargamos de que así fuera, en parte. Poniendo trapos viejos en las rendijas de las ventanas que daban a la calle, echando candado a la puerta del pasillo, apagando luces, cerrando casi todo acceso, e impidiéndonos, en lo posible, toda invitación a salir. Hasta el teléfono que al principio sonaba casi todo el día, alertados familia y amigos de nuestra situación, empezó a sonar cada vez menos, hasta que al final las llamadas se redujeron a motivos convencionales, como una cuenta atrasada, la muerte de alguien, el anuncio de una mudanza.
Estábamos casi todo el día pegados a la ventana del living que daba al jardín y a la quinta, sentados, en grupo o solos, en guardia, esperando algún desborde que no empezaba a suceder. Por fuerza hablábamos a veces de eso. Ginetta decía ya veremos, hay que esperar, tiene que curarse, ¿no? Yo decía claro, no sé, sin prestarle mucha atención y nos quedábamos mirando al Mancha que trataba de escribir una lista de víveres sin perder la concentración en un nuevo movimiento del tigre, que por entonces ya llevaba casi un mes con nosotros. Y eso significaba un mes de despertarnos a medianoche con el rugido lastimero, entrecortado primero como un llanto, y después largo y ansioso, y significaba, también, la iniciación a una rutina de actos y gestos hasta entonces insospechados.
Las sesiones de música se habían trasladado a la parte techada del patio. Iba entrando Enero, el pico de calor y tormentas, y con ello, el desborde de los canteros, del cuajar de las savias en las higueras, el desconcierto de las guías del jazmín de leche, y algo peor, el pasto, el pasto y los sapos. Me había entrado un no sé qué de desidia, de abandono. Lo empecé a notar en mí misma. Ginetta primero me aconsejaba peinarme, me traía trapos coloridos que sabía que no iba a ponerme, collares de hueso que más que atraerme me provocaban un temblor de horror. Pero ella insistía, impávida, rondándome con sus hilachas, sus perfumes. Por tanta repentina y declarada atención, empecé a desconfiar de su amistad. Le dije que me bastaba sola con la casa y el tigre, que si quería podía irse, perderse, que no me importaba, que nunca me había importado, que su presencia no aportaba nada, salvo esa depresión insana que me tenía que encargar de disipar cada vez, como un aura perniciosa que la persiguiera, y que ahora empezaba a dudar cuán real era. Cuando vi que iba entrando en llanto, mi rabia aumentó y le dije que se fuera de mi casa. No con odio, sino con tristeza fija me miró, y después empezó a recoger sus cosas lentamente. Su ropa, sus libros. No parecía que esos gestos formaran la continuación o la consecuencia de mi arranque de ira. Eran los gestos de alguien que entra a la pieza del muerto querido y empieza a tocar las cosas esperando encontrar en el aura rota de los objetos, una existencia ya diluida. Que la busca, aún, donde no estaba. Yo no entendí, pero el Mancha lo hizo. Fue hasta donde estaba, la abrazó. No como a amiga la abrazó, y entonces supe. Lo llamé por el nombre, después de tanto. Germán, le dije, vos también andate.
No pude advertir los cambios que se iban produciendo en el animal. Mi atención, exacerbada, provocó que, de tanto atender a los pequeños detalles, hubiera perdido la capacidad de hilarlos y de darles un sentido. Pero también existía la posibilidad de que él me hubiese guiado a ese adormecimiento del pensar, del sentir. Me llevaba largas horas tratar de repasar los muebles con una franela mojada, sacarle brillo a una copa de porcelana azul, cambiar el agua de los pájaros que se habían escapado, no sé cómo. Salvo uno, que quedó muerto en la jaula, con las alas extendidas por el ansia del vuelo. El tigre había empezado a caminar hacía dos semanas. Y ahora recorría la circunferencia del nogal, en un sentido y en otro, hasta que sentía que la correa lo ahorcaba. Me miraba desde allí. Y caminaba. Como un atleta que observa la meta y se prepara. Yo sabía qué esperar. Y no.
Por la fatiga del calor, dormía con la puerta de la cocina abierta. Un vecino comedido me llamó por teléfono –ya nadie llegaba a la casa- y me hizo una débil advertencia sobre el riesgo que eso suponía. Escuché, como en un sueño, las palabras ladrones y alimañas. Me reí. Escuché el silencio del otro lado de la línea. El último llamado fue de mi padre. Alarmado, me dijo todos dicen que el tigre cortó la soga, cuando tenga hambre va a entrar a la casa. Siguió hablando un rato más. Yo lo dejé. Era bueno, después de tanto, escucharlo despojada de rencor, de todo. Me acordé, en ese momento de unas vacaciones en el río. El agua brillaba y él me sonreía desde la orilla, reconociéndome. Traté de escuchar. Mi padre seguía hablando sobre el riesgo. Lo corté en seco. Le dije si viene, dejalo. Colgué.
Me senté a esperar.
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